miércoles, 25 de junio de 2014

Uno de los malos



Tengo días en los que me quiero morir. En los que abro los ojos y lo primero que pienso es ¿a ésto viene uno al mundo?, ¿a perder de a poco lo que ama?

A veces me sorprende que la gente no me mire horrorizada. Que no pegue un grito y salga corriendo a buscar refugio. Pero no, la gente no se asusta porque aunque a mi me parezca ser transparente, llevo el destrozo por dentro, dónde nadie lo ve: por fuera mi nariz sigue estando en el mismo lugar, sigo comprando naranjas en el súper, o esperando el colectivo en la parada. Ésta es la vida ahora: todo parece igual y sin embargo nada lo es.

Porque nunca volveremos a ser los mismos. 
Porque nunca volveremos a estar completos. 

No tengo ganas de ser poética. Sólo quiero decir que la estoy pasando como el orto. Quiero enojarme con alguien. Quiero echar culpas. Romper cosas. Quiero odiar. Y maldecir. Quiero apagarme para que no me duela más el alma, el cuerpo, la noche, tu silencio.

Pero no tengo derecho, ¿Cómo voy a odiar yo? Yo que estoy aquí. Que estoy sana. Que estoy salva. Que estoy con ellos. ¿Cómo voy a odiar yo si vos amaste con bravura aún en la enfermedad, aún en el dolor?

No quiero saber quién regará tus plantas. Quién vestirá tu ropa. Quién deslizará sus pies desnudos donde vos calzabas tu precioso andar de gitanilla.

Yo me quedo con tu pelo y tu carcajada al viento. Nada más.

Te quiero hoy. Ahora. Todavía.

Te querré siempre. 

























martes, 10 de junio de 2014

Juego de villanos

(No hay peor enemigo para un niño que la hora de la siesta, Jorge Luis Borges)

Entre las cosas que más recuerdo de mi infancia, están los domingos de verano en la casa de mis padres. Sobre todo a esa hora de la tarde en la que las persianas de la casa se entornaban porque el calor no daba tregua, y el mundo parecía hundirse un sopor de silencio. Excepto por las chicharras que chillaban hasta quedar secas y adheridas a la corteza del tilo.

Así era la vida entonces: las hormigas paseaban por los senderos del jardín. Los adúltos hacían lo posible por dormir la siesta, y nosotros, mis hermanos y yo,  hacíamos "remolinos" en la pileta, nos trepábamos a los árboles o comíamos helados Laponia sentados en el banco de madera.

De tanto en tanto, nuestros gritos perturbaban el sueño de los mayores. Entonces mi mamá se acercaba al borde de la pileta envuelta en su deshabillé de verano y nos prometía, en dialecto de sus abuelos, un "schiaffo a cada uno" por molestar a los vecinos.

De más está decir que el temido correctivo nunca llegaba. En tal caso, cuando la cosa pasaba mayores, mi papá aparecía en el porche delantero, todo despeinado y como recién emergido de una caverna, para advertirnos que la cosa iba a terminar mal.

Nunca supe como lo hacían. Pero era como si tuvieran una alarma interna que se les disparaba segundos antes de que nuestros juegos se convirtieran en peleas.

"Basta. Juego de manos, juego de villanos", decían para dar por finalizado el asunto. Pero su tercer ojo no quedó ahí.  En efecto, se extendió a un montón de situaciones a lo largo de mi vida.

Si una determinada "amiguita" no los convencía, la piba terminaba siendo satán. Sí, satán: me robaba las muñecas, me dejaba un ojo negro, o me invitaba a jugar a su casa y no me daba nada de comer.

Si me decían que chico no me convenía, el flaco no tardaba demasiado en arruinarme la vida: hablo de escenas de celos todos los fines de semana o de caer borracho a mi cumpleaños y agarrarse a piñas con algún invitado.

Durante años combatí su don para ver las cosas a lo lejos. Por rebelde o por idiota, me di la cabeza contra la parde las veces que me resultó necesario. Pero en algún momento maduré y aprendí a elegir bien.

Por eso estoy tan caliente hoy: porque me cagué en la sabia enseñanza de hacerle caso al propio instinto. Porque hice oídos sordos a mi voz interior. Porque todavía me cuesta hacer valer ciertas cosas y a veces me embarco en proyectos ajenos en los que pongo todo de mi e indefectiblemente termino por sentirme usada. 

No voy a entrar en detalles, realmente no vale la pena. Bastará con decir que el mundo es verdaderamente un gran juego de villanos. Y que cada vez hay menos gente con códigos en él. Por eso estoy desilusionada.

Por eso y porque ya no hay helados Laponia.