jueves, 22 de mayo de 2014

La vieja chota que algún día seré


Cuanto más lo pienso, más segura estoy: no hay manera de que yo envejezca bien. Y no es que me victimice. Simplemente lo reconozco como un hecho. A esta altura, hay cosas que sé sobre mi misma: mido un metro sesenta y cuatro. Casi todos mis lunares están del lado izquierdo de mi cuerpo, como el de abajo del ojo, o el del dedo anular. Además, soy imbatible en la pulseada china (de verdad, es como un superpoder extremadamente inútil, pero lo tengo). Y algún día voy a ser una vieja chota. ¿Ven?, sin dramatismo: ya lo acepté.

Ojo, tampoco me va lo de viejita adorable que teje frente a la tele mirando canal volver. Y no porque no me guste ¿eh?, sino porque me quedaría mal. Como el color marrón. 

Con toda honestidad, si pudiera elegir, me encantaría ser una de esas señoras cancheras que nunca te dicen la edad pero a las que les calculás como mil años. Las que usan fedoras, o flores en el pelo y les encanta estar con gente joven. El tipo de mujer que viajó por todo el mundo y cuyas anécdotas -siempre verídicas- empiezan con frases como: "Una noche, en un tren camino a Nairobi".

Pero no. Me temo que no. Yo creo que voy a ser de esas señoronas orondas que se pasan el rouge por los dientes. Las que se cuelgan toda, pero toda, la bisutería que tienen y te da impresión mirarle las orejas porque los aros, de tan pesados, están a punto de hacerles una carnicería en el lóbulo. Sobre todo los domingos, cuando van a alguna confitería paqueta a tomar café con torta. En la semana no. Seguro andaré como ellas, vestida con un conjuntito tipo twin-set todo manchado con tuco, gritando que alguien me roba las cosas porque no me voy a acordar a dónde las dejé.

Además, voy a tomar gin and tonic. Y Mucho. Y cuando lo haga seguramente salga al supermercado con mi chango con el único motivo de corretear chongos. Los llamaré "querido" o "muchacho", y flamearé un billete al viento para que me alcancen las compras a casa. 

Ah. Eso. Mi casa. Ahí siempre voy a tener las persianas cerradas, alimentos en conserva vencidos, y otro montón de cosas inútiles (como diskettes, o esquíes que no se puedan reparar). Sin embargo a mi me parecerá todo tan maravilloso, que intentaré regalárselo a quienes vengan de visita. Y de algo estoy segura: insistiré.

Pero no se preocupen, que yo pienso pasarla bomba. Al menos hasta el día en el que me asesine mi propia familia. Igual que a Madame D.










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